Ruttmann terminaba sus días del verano de 1923 sin pensar en que aquel sueño buscando un futuro inmenso que le dejaba perplejo, lo haría imaginar su nueva travesía en las faldas y almas de una ciudad para nada cercana. Cercano y solitario alguna vez partió a conectarse con su realidad en Berlín, ignoró el cuento sonoro-visual que le esperaba. Ruttmann partió. Su barco fue bueno, pero no su encierro en todo el viaje, una noche doblegó su espíritu en las luces que de la ciudad venía; tres mosqueteros de cascos amarillos y verdes le sostenían ingenuo y dudoso a arribar a ella. Llegó por la puerta vieja, por los caños, por los fragatas malolientes, por los containers. Absolutamente extasiado por primera vez oyendo palabras sentidas y ligeras, arrugó su tiempo para mirar atrás y desenfundó su cámara para sumergirse en la travesía.
No pensó en guión ni en el montaje que debía realizar, la mañana en que tomó la escalera para bajar a la ciudad, era la de cien años después, igual de coloreada y viva, pero llena de formas raras y de sonidos más estrepitosos que los de aquellos trenes que grabó cruzando los rieles de la fortalecida capital germana. Quienes aún mitifican su figura recuerdan que su mochila marrón, era la caja de pandora para sus creaciones, a veces revisaba sus lentillas y filtros y en otras dejaba avistar lo que sería una grabadora portable de sonido.
Walter era un hombre calculador y detallista, sus primeras impresiones de la basura en la ciudad le conmovieron hasta el punto de dedicar las primeras semanas a grabarlas. Añoraba que no terminaran en el río o en los parques que empezaban a restaurarse, pero no... las grababa volar o arrastrarse por el viento como la parcimonía de la gente vieja del centro, que lleva a cuestas la historia del día a día de Barranquilla y su larga cadena de costumbres.
Armó estrategia precisamente con estos últimos que conoció en el centro. Planteo que el movimiento rítmico de cuadras arriba a la Calle 30 y al río debían grabarse con sumo cuidado, que la ayuda y participación de estos sería importante. Medio mes estuvo sumergido en el trafico, en los ruidos de los vendedores ambulantes, en el humo caliente y oloroso a caucho y bbq de fritangerías, en risas de mujeres al cruzar la calle, en ladridos de perros callejeros, en el sudor del clima inclemente y hasta ensimismado en el poder de un agua de panela a las 12 del medio día.
Allá donde se cree que muere el sol, decidió partir. Grabó todo el recorrido del taxi con la convicción que sería el punto de giro para la sinfonía que de fondo acompañaría su recorrido por la ciudad. No hizo caso a las vicisitudes de las vías, agujeradas y maltratadas, menos a las recomendaciones del taxista, que más preocupado estaba por llevar un extranjero en su coche, que por llevar un pasajero con una cámara grabando todo a su paso.
Cierta vez, en el hostal de Puerto donde se quedó, trató de hacer algo similar a la ventana de aquel taxi, dejó la cámara grabando desde arriba hacia el mar para capturar el ir y venir de las olas corriendo lentas en comparación con la gente que en ellas se bañaba. Replanteo en ese entonces el poder del sonido del viento que arrebataba la señal sonora que capturaba, amaba que pareciera sentirse la sal en los fuertes ruidos, tanto, que combinaría la música clásica con ellos. Realmente se percató, al volver de las afueras de nuevo a, esta vez, al norte de la ciudad que más que una Transformación temporal, se había despertado bajando a una urbe transformada desde su raíz, con un arraigo a su historia en constante movimiento hacía la distinción y erudición de su calidez humana ya, más bien, contrariada.
No entendía la mitad de las cosas que le rodeaban, hasta su reflejo en los vidrios-paredes le parecían extraño, y llamativos para su juego con las luces y formas que en ellos se estrellaban. En la puerta automática de un centro comercial, en el vaivén de esta, dedicó tiempos excesivos. Escribió en su agenda Moleskine su funcionamiento, que, aseguraba, sería revolucionario en los edificios de Berlín. Recorrió las tiendas y el comportamiento de la gente, sus paradas frenéticas a la caja, sus idas de nuevo a las góndolas, de nuevo a la cafetería, a la caja, al ascensor, a las escaleras eléctricas, a la sección de ropa y hasta a la sección de tecnología, donde paro estupefacto y silencioso.
Huyó de nuevo al Hotel El Prado que le hospedó mientras grababa el centro, se recostó en una hamaca para tratar de entender aquel suceso. Mil imágenes al tiempo proyectándose en televisores, en pantallas con teclados sujetos debajo, ¡en pantallas tipo galleta que se dejaban palpar para hacer funciones pequeñas dentro de ellas!
No quiso volver a Berlín en ese instante, le conmovió ser pequeño y tener tanto trabajo encima por documentar y grabar. Decidió no tocar la grabadora y la cámara de nuevo. Pasó los días con su espalda al viento cuyos brazos amarrados escribieron a lo que sería un telegrama: Estoy en una hamaca en Barranquilla, llamada la Arenosa, aquí no me hallo pero debo hacerlo, aquí, enredado en ésta ciudad me quedo.
No pensó en guión ni en el montaje que debía realizar, la mañana en que tomó la escalera para bajar a la ciudad, era la de cien años después, igual de coloreada y viva, pero llena de formas raras y de sonidos más estrepitosos que los de aquellos trenes que grabó cruzando los rieles de la fortalecida capital germana. Quienes aún mitifican su figura recuerdan que su mochila marrón, era la caja de pandora para sus creaciones, a veces revisaba sus lentillas y filtros y en otras dejaba avistar lo que sería una grabadora portable de sonido.
Walter era un hombre calculador y detallista, sus primeras impresiones de la basura en la ciudad le conmovieron hasta el punto de dedicar las primeras semanas a grabarlas. Añoraba que no terminaran en el río o en los parques que empezaban a restaurarse, pero no... las grababa volar o arrastrarse por el viento como la parcimonía de la gente vieja del centro, que lleva a cuestas la historia del día a día de Barranquilla y su larga cadena de costumbres.
Armó estrategia precisamente con estos últimos que conoció en el centro. Planteo que el movimiento rítmico de cuadras arriba a la Calle 30 y al río debían grabarse con sumo cuidado, que la ayuda y participación de estos sería importante. Medio mes estuvo sumergido en el trafico, en los ruidos de los vendedores ambulantes, en el humo caliente y oloroso a caucho y bbq de fritangerías, en risas de mujeres al cruzar la calle, en ladridos de perros callejeros, en el sudor del clima inclemente y hasta ensimismado en el poder de un agua de panela a las 12 del medio día.
Allá donde se cree que muere el sol, decidió partir. Grabó todo el recorrido del taxi con la convicción que sería el punto de giro para la sinfonía que de fondo acompañaría su recorrido por la ciudad. No hizo caso a las vicisitudes de las vías, agujeradas y maltratadas, menos a las recomendaciones del taxista, que más preocupado estaba por llevar un extranjero en su coche, que por llevar un pasajero con una cámara grabando todo a su paso.
Cierta vez, en el hostal de Puerto donde se quedó, trató de hacer algo similar a la ventana de aquel taxi, dejó la cámara grabando desde arriba hacia el mar para capturar el ir y venir de las olas corriendo lentas en comparación con la gente que en ellas se bañaba. Replanteo en ese entonces el poder del sonido del viento que arrebataba la señal sonora que capturaba, amaba que pareciera sentirse la sal en los fuertes ruidos, tanto, que combinaría la música clásica con ellos. Realmente se percató, al volver de las afueras de nuevo a, esta vez, al norte de la ciudad que más que una Transformación temporal, se había despertado bajando a una urbe transformada desde su raíz, con un arraigo a su historia en constante movimiento hacía la distinción y erudición de su calidez humana ya, más bien, contrariada.
No entendía la mitad de las cosas que le rodeaban, hasta su reflejo en los vidrios-paredes le parecían extraño, y llamativos para su juego con las luces y formas que en ellos se estrellaban. En la puerta automática de un centro comercial, en el vaivén de esta, dedicó tiempos excesivos. Escribió en su agenda Moleskine su funcionamiento, que, aseguraba, sería revolucionario en los edificios de Berlín. Recorrió las tiendas y el comportamiento de la gente, sus paradas frenéticas a la caja, sus idas de nuevo a las góndolas, de nuevo a la cafetería, a la caja, al ascensor, a las escaleras eléctricas, a la sección de ropa y hasta a la sección de tecnología, donde paro estupefacto y silencioso.
Huyó de nuevo al Hotel El Prado que le hospedó mientras grababa el centro, se recostó en una hamaca para tratar de entender aquel suceso. Mil imágenes al tiempo proyectándose en televisores, en pantallas con teclados sujetos debajo, ¡en pantallas tipo galleta que se dejaban palpar para hacer funciones pequeñas dentro de ellas!
No quiso volver a Berlín en ese instante, le conmovió ser pequeño y tener tanto trabajo encima por documentar y grabar. Decidió no tocar la grabadora y la cámara de nuevo. Pasó los días con su espalda al viento cuyos brazos amarrados escribieron a lo que sería un telegrama: Estoy en una hamaca en Barranquilla, llamada la Arenosa, aquí no me hallo pero debo hacerlo, aquí, enredado en ésta ciudad me quedo.
- Ariel Arteta, Karen Baldovino, Edwin Navarro